Por: Tomás Unger
Martes 11 de Octubre del 2011
A fines del siglo XVIII, mientras los científicos discutían la edad de la Tierra con los teólogos que, basados en la Biblia, le daban 4004 años, los astrónomos y físicos tenían otra preocupación: el Sol. Con excepción de los terremotos, volcanes, géiseres y mareas*, todo lo que se mueve en la Tierra lo hace con la pequeñísima parte de la energía solar que nos llega debido a su distancia.
El Sol tiene 1’390.000 km de diámetro, contra 12.000 de la Tierra, y está a unos 150 millones de km. Si el Sol fuera una toronja de 14 cm, la Tierra sería una cabeza de alfiler a 15 m de distancia. Sin embargo, esa pequeñísima parte de la energía solar nos basta y sobra, aunque la mayor parte es reflejada de vuelta al espacio. De esa energía solo notamos tres formas: el calor, la luz visible y la luz ultravioleta (que no vemos, pero que nos quema la piel). Surgió el problema: no se conocía ningún combustible que permitiera al Sol alumbrar tanto tiempo sin agotarse.
CARBÓN Y METEORITOS
El físico alemán Hermann Ludwig Ferdinand von Helmholtz (1821 –1894) había calculado que si la energía solar provenía de quemar carbón, el Sol duraría solo 50.000 años. Siendo esta cifra inaceptable, se postuló la teoría de los meteoritos que, cayendo acelerados por la gravedad, producían calor suficiente. Además de no conocerse el origen de los supuestos meteoritos, estos aumentarían la masa solar acelerando la Tierra, cosa que no sucede.
Finalmente Helmholtz recurrió a la teoría de la nebulosa protocolar que se contrae por gravedad, del físico francés Marquez de Laplace (1749 – 1827). Hechos los cálculos, la teoría de Laplace alcanzaba para que el Sol alumbrara 18 millones de años.
Helmholtz completó su cifra en 1853; si la hubiera presentado a principios de siglo, tal vez hubiera sido aceptada pero, como vimos la semana pasada, en la segunda mitad del siglo XVIII el tema de la edad de la Tierra había entrado a una nueva fase. Cuando los geólogos descubrieron que la Tierra era mucho más antigua de lo que se había pensado, tenía decenas de millones de años, como parecían indicar los lentos cambios por acción climática. La discusión que se había originado en los fósiles pasó a los geólogos, y cuando Darwin publicó en 1859 su teoría de la evolución, las cosas empeoraron. La evolución necesitaba cientos de millones de años, y el Sol tenía que haberla calentado durante todo ese tiempo.
LA RADIACIÓN
Recién en 1896, cuando el físico francés Antoine Henri Becquerel (1852-1908) descubrió la radiación energética del uranio, se inició la revolución en la física, que eventualmente resolvería el problema. En 1905, cuando Einstein publicó su teoría, se pudo explicar cómo el Sol podía seguir produciendo tanta energía después de tantos millones de años. La conversión de masa en energía planteada por Einstein –llamada nuclear o atómica, por originarse en reacciones nucleares– resultó ser una fuente de energía incomparablemente más poderosa que las conocidas hasta entonces.
La famosa fórmula de Einstein: E=mc2 (Energía = masa por la velocidad de la luz al cuadrado) indica que la materia se puede convertir directamente en energía. La relación desafía la imaginación: un gramo de masa, convertido en energía por una reacción nuclear, equivale a 670.000 galones de gasolina. Menos de cuarenta años después de planteada la teoría, el hombre demostró el poder de la energía nuclear detonando la primera bomba atómica.
LA ENERGÍA NUCLEAR
Con energía nuclear era fácil explicar el poder y la duración del Sol. La reacción atómica que mantiene prendido el horno solar es la conversión de hidrógeno en helio. Cada segundo 4’600.000 toneladas de masa solar se convierten en energía. Aunque nos parezca mucho, para el Sol es una minucia. A ese paso le tomaría más de un millón de millones de años perder 1% de su masa; su volumen es 1’300.000 veces el de la Tierra. El inmenso horno nuclear tiene temperaturas que varían de acuerdo a la distancia del centro, aunque no de manera uniforme. Se calcula que el núcleo solar, donde se convierte el hidrógeno en helio, tiene una temperatura de 16 millones de grados centígrados (un horno siderúrgico tiene 5.500 °C).
Curiosamente, la superficie, con 6.000 °C, es la parte menos caliente del Sol; pero la parte de su atmósfera, llamada cromósfera, alcanza encima de la superficie tres millones de grados.
DE EONES Y ÉPOCAS
Además de sostener la vida en nuestro planeta, parece que el Sol también promueve su evolución. Hay razones para creer que la radiación solar es la principal responsable de los cambios espontáneos en los genes, causa de las mutaciones, y eventual evolución, de las especies. Así, ahora tenemos Sol para rato, que alcanza para los geólogos y biólogos, que además se encarga de sostener la vida y darle diversidad.
Por otra parte, el descubrimiento de la radiactividad y la ‘media vida’ de los elementos radiactivos han dado una poderosa herramienta para medir la edad de la Tierra. Entre la radiactividad, los fósiles y los descubrimientos sobre la dinámica terrestre, los geólogos han podido calcular con bastante aproximación no solo la edad de la tierra sino la secuencia y duración de las diversas etapas de su evolución.
AHORA, EL ANTROPOS
Hoy sabemos que la Tierra tiene 4.500 millones de años, los que se han dividido en eones, estos en eras, las eras en períodos y estos en épocas. Los eones y eras, a partir de 2.500 millones de años atrás, se refieren a las formas de vida. Los períodos generalmente llevan nombres de lugares donde se ubicaron la primera vez sus estratos característicos. Las épocas sobre los últimos 65 millones de años se refieren principalmente a la fauna y flora, y todas llevan sufijo ceno (reciente). La última adición es el antropoceno, época reciente en que la Tierra es modificada por el antropos, el hombre. De ella me ocuparé en breve.
Las mareas son causadas por la Luna y el Sol; el volcanismo, los géiseres y la deriva continental (causa de los terremotos), por el calor interior de la Tierra.
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